
“La primera noche no dormís”, recuerda Sandra Chaves. Para ella, el pabellón donde las camas de unas 50 presas estaban separadas apenas por centímetros es uno de los recuerdos más claros de los casi 15 años que pasó encarcelada por la muerte de su marido. En su relato se confunden fechas, situaciones y personas, pero aún no puede borrar algunas de las sensaciones del encierro en el que transcurrió parte de su vida por un crimen que siempre negó haber cometido.
Ella y su padre recuperaron la libertad en 2014, luego de que el caso llegara a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, donde se planteó que la Justicia violó el debido proceso y que los condenaron sin pruebas concretas. Se trató de un fallo cargado de conceptos machistas que la catalogó, entre otras cosas, de “viuda alegre”.
La madrugada del 19 de agosto de 1995 José Antonio González, remisero, murió tras recibir dos disparos, en la casa de la calle Santiago del Estero que compartía con su esposa Sandra y sus dos hijos, una nena de 9 años y un varón de 8. Desde un primer momento los investigadores apuntaron a hipótesis relacionadas con un intento de robo de documentación y hablaban de que un desconocido había entrado en la vivienda esa noche.
Pero el 8 de junio de 2001 la Cámara Tercera en lo Criminal de Salta condenó a prisión perpetua a Marcos Gilberto Chaves, padre de Sandra, como autor de homicidio calificado por el vínculo y a ella como partícipe necesaria del mismo delito. En su resolución, la Justicia reconoció la falta de pruebas directas que fundaran la condena. Para justificar el fallo, los jueces se basaron en indicios y situaciones sobre las que no había certezas, como supuestos problemas que atravesaba la pareja y diferencias que Marcos Gilberto Chaves tenía con la víctima.
Los magistrados no tomaron en cuenta el testimonio del hijo de Sandra, quien aseguró que luego del crimen vio a un extraño en la casa. “Esa noche él volvió tarde. Luego entró un hombre y lo amenazó. Yo me fui a la habitación de mis hijos”, relató Sandra a El Tribuno. Según declaró, desde allí escucharon un tiro y decidieron refugiarse en la casa de sus vecinos.
La niña sostuvo que esa noche se despertó y su mamá estaba llorando junto a su cama. El niño declaró que escuchó golpes y que, cuando abrió los ojos, vio a su madre llorando. Ambos coincidieron al describir que, luego de oír una detonación, Sandra Chaves llamó en dos oportunidades a José Antonio González y que, al no recibir respuesta, los tres huyeron a la vivienda contigua a la suya.
El hijo también aseguró que, al salir de su habitación, vio a un hombre alto y flaco parado al lado de la cómoda del cuarto de sus padres. Tiempo después Sandra Chaves y su padre serían detenidos y enjuiciados.
La Cámara Tercera en lo Criminal, compuesta por Alberto Fleming, Susana Sálico de Martínez y Antonio Morosini, no tomó en cuenta la versión de los chicos con el argumento de que “los niños viven en un mundo de fantasías”. Resolvieron que sus declaraciones no podían tomarse como prueba, pese a que no había ningún estudio que determinara que los niños podían estar fabulando.
Los jueces tampoco probaron que el padre de Sandra estaba esa noche en la vivienda. Consideraron que era factible que estuviera allí porque en la casa había dos perros que no hubieran dejado entrar a un extraño, pero no tomaron como válido el testimonio de su esposa, que dijo que el hombre estaba en la vivienda conyugal al momento del asesinato.
Sobre la base de supuestas diferencias que sostenían Marcos Gilberto Chaves y José Antonio González por negocios en común en una remisería y una carnicería, los magistrados dedujeron que el padre de Sandra planeó matarlo y ella cooperó. Nunca siguieron otras líneas de investigación, que suponían que González podía tener vínculos con la venta de drogas.
Los jueces argumentaron además que Sandra sufría una supuesta anorexia nerviosa y que “el fin de las anoréxicas nerviosas es el suicidio a través de algo directo o a través de una enfermedad aguda y fatal, o en gran cantidad de casos terminan con causas por homicidios o lesiones gravísimas a terceros”.
También se inclinaron a pensar que ella era partícipe del asesinato porque, según opinaron, no demostró la actitud de una “viuda doliente”. En la sentencia se afirmó: “Nos encontramos ante el típico caso de la viuda alegre, dejando ver conductas que no se condicen con sus declamaciones de amor y fidelidad hacia su extinto esposo, máxime, teniendo presente su trágico fin”.
La asistencia de la mujer a una fiesta meses después del homicidio fue otro elemento que la Cámara tomó como herramienta para poner su inocencia bajo sospecha.
También analizaron como un hecho fundamental la supuesta relación de Sandra con un amante, que apareció cuatro años después del homicidio para dar su testimonio y ofreció cinco versiones diferentes sobre cuándo había comenzado su romance con la mujer. La Justicia incluso se dedicó a analizar si el hombre tenía información sobre el tipo de ropa interior que usaba Sandra Chaves, como si fuera un dato que pudiera probar su culpabilidad.
Los jueces admitieron que la incorporación de este tipo de “pruebas indirectas o indiciarias” no estaba reglamentada en el ordenamiento procesal argentino, pero sin embargo las utilizaron para aplicarle la pena máxima prevista en el país a Sandra y su padre.
Sandra Chaves y su padre llegó por un “acuerdo amistoso”
“En la cárcel no hay nada que pueda ayudar a que salgas mejor. Cuando te ven mal te mandan a la enfermería para que te den alguna pastilla. Había una sola psicóloga. Tenés que encontrar todos los días un motivo para vivir”, resume Sandra sobre sus años en el penal de Villa Las Rosas.
La mujer pasó gran parte de sus días en la cocina de la cárcel, donde trabajaba como ayudante. Despertarse de madrugada y cumplir con un largo cronograma de actividades hasta las nueve de la noche, cuando volvían a quedar encerradas en las celdas hasta el otro día, fue la rutina de esa parte de su vida.
Quiso aprovechar el tiempo para estudiar abogacía, pero se lo impidieron porque la cárcel femenina no tenía convenio con ninguna Facultad de Derecho, a diferencia de lo que ocurría en la penitenciaría de varones. Luego se decidió a hacer algunas materias de la carrera de Comunicación Social. “Desistí porque los mismos docentes nos decían que era casi imposible que nos recibiéramos”, recuerda.
Aprendió oficios como costura y marroquinería, que la ayudaron a pasar por el encierro y a enfrentar la angustia de saber que sus hijos, que quedaron a cargo de su madre, estaban creciendo sin ella.
Su mamá falleció en 2012, víctima de un cáncer de ovarios. Con Sandra y su padre presos, una vecina y vieja amiga de la familia, Ángela Arias, tuvo un rol fundamental para acompañarla a transitar la enfermedad y sus últimos días de vida.
En 2013 Ángela Arias necesitaba un trasplante por una insuficiencia renal crónica. Su cuadro se volvía cada día más delicado y Sandra no lo dudó. Se ofreció a donarle uno de sus riñones.
La manos de Sandra y su vieja amiga, a la que le donó un riñón.
Con la representación de la defensora oficial civil Nº 4 de Salta, Natalia Buira, Sandra logró que la Justicia la autorizara a salir de la cárcel para el trasplante, que se realizó en el hospital Arturo Oñativia.
En ese momento Sandra contó que tenía un vínculo muy especial con Ángela y que la quería como a una tía, no solo porque había ayudado a su madre, sino también porque cada vez que podía la visitaba en la cárcel. Gracias a la intervención Ángela sigue viva. El vínculo con la familia Chaves también se sostiene.
Acuerdo amistoso y libertad
Sandra estuvo detenida durante unos 14 años y medio, desde agosto de 2014 hasta marzo de 2020, cuando la Provincia resolvió dar por cumplida su pena y la de su padre, en el marco de un acuerdo amistoso, luego de que el caso llegara a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Su padre había obtenido la prisión domiciliaria antes por su edad avanzada y porque sufría fibromialgia, entre otros problemas de salud. “Murió en 2016, a los 74 años, sin conseguir lo único que quería: el reconocimiento social de su inocencia. Habíamos perdido todo lo que teníamos y rearmar nuestra vida no fue fácil”, lamenta Sandra.
En la causa de Sandra y su padre no se respetó el derecho a que revisaran la condena que los encarceló porque, si bien la defensa lo intentó, en dos oportunidades les rechazaron la apelación por cuestiones formales, sin analizar las pruebas ni las cuestiones de fondo de la investigación.
La infidelidad que convirtieron en “certeza”
“Para la Cámara, Sandra Chaves debió haber guardado un luto estricto y mantenido fidelidad eterna, incluso una vez acaecida la muerte de José Antonio González. En la sentencia, la participación de mi asistida en una despedida de soltera de un familiar dos meses después del fallecimiento de su esposo, la hipotética concurrencia a locales bailables y la supuesta relación con un hombre, siempre negada por mi asistida, pusieron en crisis su inocencia, al punto de justificar la imposición de una pena a perpetuidad. Para el género femenino esa sospecha de supuesta infidelidad se convierte en certeza sobre la comisión de una conducta delictiva”, analizó la defensora general de la Nación, Stella Maris Martínez, que llevó el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH ).
Nota del 20 de agosto de 1995, después del crimen.
En 2009 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos consideró admisible el planteo de la defensora general. Eso derivó en que el caso se analizara en una audiencia que se realizó en marzo de 2014 en la sede de la CIDH, en Estados Unidos, donde representantes del Gobierno de Salta aceptaron buscar una salida amistosa al conflicto. En agosto de 2014 las partes llegaron a un acuerdo, homologado por la CIDH, por el cual Sandra y su padre quedaron libres.
Por el convenio, el Estado se comprometió también a darles cobertura médica y psicológica de por vida, a garantizarle reinserción laboral a Sandra y a cubrir la educación superior de sus hijos. También se manifestó que el Gobierno tomaría medidas tendientes a eliminar todas las formas de discriminación hacia las mujeres, a través de capacitaciones y creación de áreas especializadas.
Las huellas de un estigma impuesto
Sandra hoy tiene un empleo que depende del Estado nacional. Sin embargo, no logró borrar las huellas emocionales del encierro y lleva una vida en la que el estigma la sigue de cerca. El miedo a la discriminación que sufrió de manera constante desde la muerte de su marido la lleva a evitar las cámaras, tratar de preservarse y a controlar con quién se vincula. En unos meses se cumplirá una década del acuerdo de solución amistosa.
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